Por Eric Francisco Rodríguez Salazar
Neoliberalismo-Guerra contra el Pueblo
Para nadie es una novedad que las prácticas propias del militarismo y las violencias política y económica se muestran día a día en el actual Estado Chileno, sin embargo, si bien autores como Agüero (1978) mencionan que nunca ha existido una homogeneidad doctrinaria oficialmente declarada al interior de las Fuerzas Armadas a lo largo de su historia, las directrices y líneas políticas de sus mandos siempre han estado cargadas de parcialidad ideológica en su modus operandi, el cual reprime a sus ciudadanos cual enemigo interno, siempre y cuando éste atente en contra de los intereses del capital privado y, de este modo, justificar dicha represión como restablecimiento del orden público y, más aún, cuando los movimientos sociales se organizan y se coordinan cada vez de mejor manera, como se ha demostrado en Chile al menos desde el año 2006 con la Revolución Pingüina y hasta la Revuelta Popular de 2019.
En uno de los estudios más representativos sobre la represión en Chile, Orellana (2005) sostiene y demuestra, como su tesis principal, que la esencia de la dictadura militar instaurada mediante el golpe de Estado en 1973 radica en la violación sistemática de los derechos humanos, entre las que destaca las ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, detenciones con desaparición, torturas, tratos crueles inhumanos y degradantes, amedrentamientos, presos políticos, exilios y allanamientos. Asimismo, el autor explica que dicha práctica se implementó para consolidar los objetivos de la dictadura los cuales supuestamente eran: modernizar la sociedad y lograr el desarrollo económico. De esta forma se consolidaban los planteamientos del neoliberalismo, formulados desde mediados de los años treinta del Siglo XX y concretados, posteriormente, a través de las políticas de Estado, entre las que destacan: la privatización de los recursos naturales y servicios públicos; precarización y flexibilización laboral y de la seguridad social; rescate financiero de la banca privada; exención de sanciones e impuestos, así como otorgamiento de concesiones a empresarios privados nacionales y extranjeros; aumento de la deuda pública y encarecimiento de la canasta básica de consumo.
Esta marginación constante ha aumentado el descontento social manifestado por medio de protestas lideradas por diferentes actores sociales como estudiantes, deudores habitacionales, funcionarios públicos, profesores, médicos, entre otros. Bajo este panorama, los gobiernos democráticos chilenos han insistido en tener el control absoluto de la sociedad civil y de sus manifestaciones colectivas, estipulan una reglamentación restrictiva del derecho a manifestarse y autorizan protestas conforme la legitimidad que la autoridad le concediera a éstas, por medio de instrumentos como la legislación heredada de la dictadura militar. Esta estrategia de control social es extremadamente estricta, lo que tiene como objetivo disciplinar a las fuerzas sociales dentro de los límites de acción que disponen los acuerdos y consensos políticos institucionales. Si la manifestación se excede de los estándares establecidos por la autoridad, el procedimiento es suprimirla mediante los aparatos represivos del Estado que se encuentran en manos de la policía de Carabineros de Chile, especialmente por medio del grupo de carabineros militarizados llamado Fuerzas Especiales. (Donoso y Salinero, 2015, p. 85).
La estrategia de control a la que se refieren Donoso y Salinero (2015), no es otra cosa que el llamado Neoliberalismo, en tanto que se exhibe (así como todas las formas y productos del capitalismo) como una creación de carácter perverso fundamentado en la propiedad privada y la súper explotación laboral (Marini, 1991), la cual ha sido concebida, creada y sustentada a partir de la violencia de clase de la burguesía en el poder. Esto es, como forma de dominio y control basado en las Fuerzas Armadas y en todo aquel aparato ideológico y material del Estado burgués capaz de abarcar todos los aspectos de la vida material social e individual.
No obstante que algunos otros autores como Moulián (2002) y Gárate (2012) optan por concebir al neoliberalismo como un proceso que alude a una “revolución capitalista” y otros como Montero (1997), para quien el neoliberalismo representa una “revolución del empresariado”, o bien, a pesar de que se le ha denominado también “contrarrevolución cívico-militar” (Gaudichaud, 2015, p. 13); parece tener más sentido hablar, en términos de González Casanova (2002), acerca de un Neoliberalismo de Guerra:
El neoliberalismo de guerra no sólo redefine las luchas contra las organizaciones que resisten en forma armada. Toda resistencia u oposición al sistema puede ser indiciada y clasificada como “terrorista” por los gobiernos, en especial por el de Estados Unidos. […] acusando ahora de “terroristas” a quienes antes acusaba de “comunistas” (González Casanova, 2002, pp. 178-179).
[…] no refiere solamente a la política de guerra y de intervención militar esgrimida como prerrogativa internacional por el presidente Bush –particularmente a posteriori de los atentados del 11 de septiembre de 2001– sino también a la profundización de un diagrama social represivo que abarca reformas legales que cercenan derechos y libertades democráticas y otorgan mayor poder e inmunidad al accionar de las fuerzas policiales, la criminalización de la pobreza y de los movimientos sociales, la llamada “judicialización” de la protesta, el crecimiento de la represión estatal y paraestatal, y la creciente intervención de las Fuerzas Armadas en los conflictos sociales internos (Seoane, 2006, p. 246).
Como bien retrata Seoane, la guerra, bajo la administración neoliberal adquiere muy diversas formas de represión desde todos los ángulos visibles en un determinado Estado. Se trata de una guerra con características neoliberales sustentada en el modo de producción capitalista. Es decir, una y distintas guerras imperialistas en el mundo, tanto entre distintos países como hacia el interior de cada nación, en las que se disputan los recursos naturales, los medios de vida y la creación de valor, cuyo vencedor será aquel que pueda apropiarse la mayor cantidad de éstos por cualquier vía y realizar el saqueo indiscriminado de las corporaciones privadas a costa de la vida.
Así, Neoliberalismo y Guerra, son dos procesos intrínsecos e inseparables, es decir, al ser complementarios y al retroalimentarse, realizan la unidad dialéctica. Es por ello que, quien aquí escribe, propone también el uso de “Guerra Neoliberal” como categoría de análisis del fenómeno en cuestión pues, en tanto que el carácter violento y bélico se encuentran ya implícitos en el capitalismo imperialista y neoliberal, sería difícil imaginar otras variedades de neoliberalismos que no sean violentos o de guerra. No se trata de mencionar acciones violentas al interior del neoliberalismo, lo que se pretende es concebir la violencia en tanto cualidad transversal y fundadora de todo lo que implica el neoliberalismo. Por tanto, el carácter violento se manifestará en la totalidad de la expresión “Neoliberalismo”, es decir, se reflejará en los ámbitos psicológico, cultural, social, jurídico, económico, etc.
De esta forma, cuando se habla de “Guerra neoliberal”, sugiere analizar las tácticas y estrategias que los gobiernos neoliberales y las oligarquías emplean para llevar a cabo la Guerra; de manera violenta, sí, y en todos los ámbitos y espacios posibles. El neoliberalismo pasa entonces a convertirse en un cúmulo de políticas de guerra para lograr su último fin: la obtención de plusvalía. No basta con el simple ejercicio de la política: se requiere aplicar la Guerra; por tanto, el Neoliberalismo es la Guerra misma en todos sus elementos y expresiones. Es decir, se trata de concebir el Neoliberalismo en tanto Guerra.
Por otro lado, el neoliberalismo en Chile, impuesto desde el imperialismo estadounidense, no podría representar ni una revolución ni una contrarrevolución pues, una auténtica revolución, implicaría superar de manera drástica el régimen político y económico precedente y, lo que se demostró con la dictadura y los gobiernos posteriores a ella tan sólo fue una regresión en términos de libertad, la acentuación del individualismo, la represión estatal y las crisis económicas. Asimismo, una revolución política, es impulsada desde la mayoría de su población y, en el caso del Golpe militar de 1973, éste fue orquestado desde el exterior a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y ejecutado por una cúpula castrense apoyada por una minoría civil proveniente de las oligarquías, lo cual produjo, sí, un cambio de régimen político, jurídico y económico, sin embargo, durante el gobierno de Salvador Allende, nunca se produjo una revolución capaz de tomar el poder a la cual reemplazar, sino, solamente, al gobierno; por lo que una contrarrevolución burguesa sería una imprecisión teórica e histórica, así como lo sería llamar revolución a la llegada de Gabriel Boric al gobierno federal en la actualidad o hablar de un cambio en el modo de producción de la sociedad chilena.
El Contraataque de la Revuelta Popular de 2019
Tal y como se muestra en la Gráfica 1, los saldos de la confrontación entre Fuerzas Armadas y Movimientos Sociales son realmente alarmantes toda vez que, a partir de cifras oficiales publicadas en los anuarios estadísticos de Carabineros de Chile (Ramírez y Bravo, 2014), tan sólo en el año 2011, justo cuando resurgieron los movimientos sociales con una contundencia nunca antes vista en lo que va de este siglo, el número de detenciones a nivel nacional fue de 18,390 personas.
Más recientemente, durante la Revuelta Popular de 2019, los movimientos sociales sufrieron las consecuencias de su actual sistema jurídico cuando Sebastián Piñera puso en ejercicio el artículo 43° constitucional (Constitución Política de la República de Chile, 2005, 22 de septiembre; 2022, 23 de agosto) el cual permite al presidente de la República aplicar medidas de seguridad nacional mediante los estados de excepción, declarando estado de emergencia y afirmando que se encontraban “En guerra” (Telesur, 2019).
Pueblos originarios, estudiantes, profesores, pobladores, luchadores ambientales y feministas, así como trabajadores en general y pensionados salieron a las calles para expresar su repudio a la represión y violencias de carácter estatal expresadas casi ininterrumpidamente desde el golpe militar de 1973 orquestado por el imperio estadounidense. Varias generaciones de consciencia social y organización política se dieron cita en octubre de 2019 en las calles de la Ciudad de Santiago para hacer explotar el clamor popular en contra de la Oligarquía Plutocrática, es decir, el gobierno de pocos siendo éstos, los más ricos.
Durante este año se ha verificado una creciente crispación social que se ha encarnado en diversos conflictos que ponían en cuestión la capacidad del gobierno para afrontarlos, por ejemplo la crisis del Instituto Nacional (con varios meses de violencia estudiantil y represión policial); las crisis medioambientales en la zona costera de Quintero; críticas a las alzas unilaterales de los planes de salud privada (Instituciones de Salud Previsional, Isapre) y las bajas pensiones otorgadas por el sistema de pensiones privadas (Administraciones de Fondos de Pensión, AFP); oposición del gobierno al proyecto de rebajar a 40 horas semanales la jornada laboral; las alzas (casi un 10%) en el costo de la electricidad; los casos de corrupción en Carabineros y Ejército; entre otros. Todos estos casos afectan a diversos sectores de la población, que empieza a sentirse víctima de abusos empresariales y de un gobierno que se muestra incapaz (o sin voluntad) de mejorar la situación de la gente. (Monsalve, 2019, pp. 3-4).
Algunas de las repercusiones de la Revuelta al interior del sistema político chileno resultan de gran significación como, por ejemplo, la anulación de la agenda política del gobierno, es decir, el programa de gobierno de Sebastián Piñera; el rechazo de la “Agenda Social” por el 70% de la población (CADEM, 2019), la reacción del gobierno mediante acciones de represión policial-militar desmedida contra la población y, el cambio de gabinete presidencial. Asimismo, las relaciones de poder al interior del Congreso y los partidos políticos, sobre todo aquellos del ala conservadora-oficialista, se vieron fragmentadas y seriamente debilitadas rumbo a las elecciones de 2021 debido a la deplorable imagen de su líder, el presidente.
Sin embargo, a pesar de que era claro que “el gran perdedor”, en términos políticos, indudablemente había sido Sebastián Piñera, en términos sociales y materiales, la ciudadanía siempre es la más afectada: Las violaciones a los derechos humanos fueron más que evidentes toda vez que fue imposible de ocultar las transmisiones en vivo de videos en donde militares y carabineros (policías-militares) disparaban con munición letal así como con munición de goma directamente a los rostros de los manifestantes, dejando heridos de gravedad y lisiados. A pesar de que fue conocida por todo el Mundo, la represión de la Revuelta Popular chilena no cesó sino hasta que Piñera desahogó su frustración e incompetencia política en contra del pueblo que por mandato constitucional debería defender y no atacarlo cual enemigo de guerra. Las cifras de la represión se muestran en la Tabla 1.
De esta forma la Revuelta Popular pasó a considerarse como un parteaguas en tanto que fortaleció las posturas de quienes apostaban por cambios estructurales y de carácter constitucional y no simples modificaciones de asistencia social por parte de los gobiernos en turno. La fuerza de la organización popular chilena mostró su magnitud al salir a las calles de manera unitaria en la Gran Marcha. Ello no dejó lugar a dudas acerca de las demandas, apoyo y convicción del pueblo chileno de rechazo a la Guerra Neoliberal. Ello ha pasado a la historia como una demostración de “Democracia express”, es decir, en un sólo día, la cultura política de los ciudadanos chilenos se expresó mediante esta Gran Marcha-mitin la cual representa décadas de lucha y sangre derramada en contra de la militarización y la opresión. A tal grado que no dio otra opción al propio Sebastián Piñera que la de catalogar a esta marcha como “expresión de la democracia chilena”. Cuando el enemigo de guerra ha realizado una declaración de tal magnitud, significa que el contendiente ha vencido, al menos, ideológicamente y políticamente. En este caso, el pueblo chileno organizado.
La marcha del día viernes 25, la mayor de la historia chilena y la forma pacífica en que se desarrolló, fue un golpe a la estrategia comunicacional del gobierno, ya que legitimó la representatividad de las demandas planteadas. Al punto que tanto el presidente como diversas figuras del gobierno y parlamentarios oficialistas aplaudieron la manifestación como expresión de la democracia chilena. Sin embargo, más allá de esta estrategia comunicacional el gobierno quedó completamente descolocado en su discurso de reducir las manifestaciones a simples actos vandálicos que debían ser reprimidos por la fuerza y se vio obligado a apostar por un relajamiento de la situación, anunciando el fin del “estado de emergencia” […] Se observa una diversificación de estrategias en la movilización social, pasando solo de las masivas marchas ciudadanas (que invariablemente terminaban en choques violentos con la policía) a implementar numerosos “cabildos ciudadanos” tanto a nivel de barrios como también en otros ámbitos (de artistas, de funcionarios públicos e incluso de los clubes del fútbol) (Monsalve, 2019, pp. 7, 10).
Garcés (2019), argumenta que la noche de la Revuelta, la policía se mostró “aparentemente superada” por los manifestantes, mientras que el gobierno amenazaba a los ciudadanos con aplicarles la Ley de Seguridad Interior del Estado, sin ofrecer salida alguna al alza de tarifa del metro; únicamente se limitaba a acusar y descalificar a los manifestantes como “vándalos y criminales”. Asimismo, una vez que el gobierno se reunió de manera urgente en La Moneda, para decretar el estado de emergencia, el gobierno entregó la contención del orden público a los militares.
Con ello, no hay lugar a dudas respecto a que tanto la estrategia como las tácticas que el gobierno implementó fueron equivocadas y tardías en todas sus etapas. El día viernes, cuando el conflicto escalaba, lo único que ofrecieron las instituciones del Estado chileno fue la represión, lo cual estimuló aún más la movilización y ésta adquirió dimensiones de carácter nacional, de norte a sur del país, al menos desde Iquique hasta Punta Arenas, con mayor intensidad en Valparaíso, Concepción y, desde luego, la capital, Santiago.
Sin embargo, hay que admitir que si esto no hubiese ocurrido –los ataques a los símbolos del Estado y de mercado- no estaríamos en medio de un estallido y de una crisis que abre las posibilidades de recrear y re imaginar el futuro de la sociedad chilena. No ignoramos que las diferencias en los repertorios de acción generan divisiones y conflictos que pueden dificultar políticas de alianza y ser manejados por el gobierno y los medios de comunicación como una estrategia para legitimar la represión.” (Garcés, 2019, p. 5).
Dicho lo anterior, es posible vislumbrar que la composición de clase de las protestas se ha visto configurada a partir de las clases bajas y clases medias. Se trata de dos sectores de la sociedad que han adquirido una consciencia política y ciudadana y, sobre todo, que se encuentran dispuestos a luchar de diversas formas, encuentran intereses en común y salen a las calles a protestar de manera conjunta. El hecho de que la gran mayoría de los manifestantes sean jóvenes es un reflejo de las nuevas formas en que éstos interactúan entre sí y con el resto de la sociedad, sus formas, medios y tecnologías de comunicación, diversión, convivencia, expresiones artísticas y culturales que se desenvuelven en una inmediatez nunca antes vista gracias a las redes digitales. Se da, entonces, una mezcla entre “Protesta pacífica” y “Protesta con violencia”, la primera más orientada a la clase media y la segunda a la clase baja; es decir, confluyen las clases trabajadoras, el proletariado de la ciudad diferenciado a partir de sus ingresos y condiciones laborales, así como otra capa de la pequeña burguesía o pequeños propietarios disgustados con la política gubernamental y de la alta oligarquía.
Resalta la reorganización y reunión de los barrios populares en sus plazas locales, reactivando tradiciones comunitarias, organizando actividades para los niños y ancianos, reviviendo las “Ollas Populares” y almuerzos colectivos, actos político culturales y diversas redes de apoyo mediante grupos de comunicación digitales, grupos de atención a adultos mayores, asistencia social y brigadas de salud y educación.
Por su parte los órganos represivos del Estado no desaprovecharon la oportunidad de participar activa y pasivamente en esta Revuelta, toda vez que tanto los medios de comunicación a favor del régimen usaron los acontecimientos para mostrar lo que convenía para restablecer el orden social, culpar y deslegitimar las protestas populares como simples actos de violencia, mientras que de las protestas pacíficas se resaltaba su grado de civilidad; ello llevó al mismo gobierno a proclamar que la “Marcha más grande de Chile” había sido consecuencia de la Agenda Social propuesta por Piñera y de haber escuchado las peticiones de la ciudadanía.
Al final del día, tanto cuando un policía actúa con brutalidad, como cuando ejecuta acciones desproporcionadas sobre un segmento de la población, es el Estado quien lo hace (Vergara, 2020). En otras palabras, cuando la policía pierde legitimidad, lo hace el Estado en su conjunto. No se habla de vigilancia policial de consentimiento, ni de mecanismos de desescalamiento de la violencia y, mucho menos, del derecho a la protesta, tres temáticas que al menos deberían estar en el centro de las transformaciones necesarias para asegurar gobierno civil sobre las policías, la erradicación de la impunidad de la violencia institucional y la consolidación de mecanismos de limitación de la violencia en las protestas sociales. (Dammert y Vergara, 2020, p. 11).
Asimismo, los trabajos del profesor y periodista Carlos Fazio (2009) han contribuido en gran medida a la comprobación del actuar de diversos grupos contratados por el Estado, grupos oligárquicos, narcotraficantes, neonazis y Fuerzas Armadas militares y policiales, los cuales, de manera sistemática, aplican tácticas de contrainsurgencia y falsos positivos en las movilizaciones sociales, es decir, acciones destinadas a crear caos, confusión, sabotajes, violencias y Terrorismo de Estado, de tal forma que se responsabilice de las mismas al movimiento social pacífico. Por su parte, Garcés (2019) interpreta que en los diversos saqueos a tiendas comerciales también existe cierta participación del clamor popular que se deja llevar por la emotividad del momento y es asumida como una forma más de compensar la violencia económico-estructural y político-ideológica que ejerce el Estado chileno en su contra.
Hegemonía y grupos contra-hegemónicos se confrontan en el espacio público chileno de múltiples formas y hacen uso de sus distintas tácticas y herramientas de ataque y defensa. De esta forma, el problema de la confrontación violenta entre dominantes y dominados indiscutiblemente exige una solución de carácter político en la búsqueda de auténtica democracia política y social, la cual, actualmente, busca hacerse valer mediante la movilización social y la creación de una nueva Constitución. Todo dependerá de cuán efectiva sea ésta para contrarrestar los efectos y fundamentos del neoliberalismo en tanto guerra de los explotadores contra los explotados.
Referencias bibliográficas
Trenzar Memorias, No. 3, Noviembre, 2022