¡Mundo moderno! Avaro, fulgente y hastío, nos recordará en sus colmes madrugadas que allí, en medio de las callejuelas angostas y salpicadas constantemente por las brisas del río, notorio es que no existan automóviles en sus calles; pero tampoco existe consigo la espera del bus, la parada en la esquina y, menos aún, no existe eso de levantar la mano o chiflar para que un taxi se detenga. Empero, es recia la existencia de una gigantesca autopista que inunda constantemente sus estribaciones, una colosal avenida de agua por donde solo llega el olvido, la miseria apilada de los ultrajadores con lechos de muerte, y la memoria infinita de leyendas, aventuras y relatos de un pasado en la autopista del río.
El Charco (Nariño), como muchos otros lugares de Colombia, ostenta brillantinas y majestuosidad en sus aguas abundantes, un río sin fin con amplios y eternos recorridos, voraces y mágicos atardeceres. Pero claro que El Charco está empobrecido, silenciado, apabullado de una nada colérica por donde ha ingresado todo, excepto los automóviles; porque por sus delgadas calles, no podrían transitar.
Hay tanto silencio en las noches que a lo lejos solo se escucha el sonoro tañer del río Tapaje, inmaculado, lleno de mustios silencios por sus múltiples destrucciones. En El Charco habita población afrodescendiente y también la comunidad indígena eperara siapidara, quienes tejen su realidad casi destruida por las voces de la guerra cruda y colérica donde el Río solo es testigo de sus muertos, los cuales aparecen algunas veces en la costa del cauce como muestra de su realidad.
El Tapaje, como otros ríos, nos recuerda la disparidad de realidades de un país sumido en la desgracia de los partidos políticos tradicionales, en sus poblaciones abatidas en el deseo de existir y vivir libremente. Acaece la realidad de no existir autos, pero tampoco existe agua potable o planta para su tratamiento, que entre otras cosas debería poder quitar la salinidad del agua por estar confluente y cerca al océano. No obstante, desespera conocer que las unidades operativas y administrativas colombianas muestran sus logros estadísticos de 2021 con el aumento de acceso de agua potable en un 93% para todo el país –otro silencio que se lleva el río–. En este municipio, como el resto del país rural, cerca del 70% de la población carece de acceso al agua potable. El Charco es uno de esos otros cientos de municipios que requieren tal acceso; sin embargo, sí tiene rudimentarios acueductos comunitarios que ha construido en comunidad y, aunque no tiene alcantarillado ni días para la recolección de la basura, posee pozo séptico por donde puede expulsar, sin pena ni gloría, la única mierda que le queda.
Acá, en el río, solo queda ese pedazo eximio de práctica cultural que resiste en los cantos, los alabaos y bullerengue de los afros; en su música saltimbanqui que los protege contra los improperios del progreso. Sus bailes propios los animan para no morir y desaparecer. Además, queda ese incipiente recuerdo de la lengua propia epérã pedée que aún los abuelos eperara siapidara hablan como un símbolo de resistencia que la muerte no les robará. En sus notas sonoras, avizora una lengua viva de historias, de ritos, mitos y conocimientos en plantas medicinales que agobian a la expoliación colectiva del contacto global para no ser otros y desaparecer en sus fauces de medicina científica que trae consigo la muerte con cuentagotas; como si la solución medicinal siempre fuera una muestra empresarial vertida en una vacuna.
¿Y cómo no desaparecer si la marcha del primer desplazamiento forzado a mitad de siglo XX aún se siente como un recuerdo en la autopista del río? Por ello, hay que ser cauto hasta para tomar una fotografía o preguntar por alguna persona de la región; si estás allí, se debe esperar el barco que solo viene una vez por semana, y justo dos días antes de la masacre –la primera de ellas–, del primer incendio, del primer asesinato, del primer desfile de cadáveres que flotan sobre las aguas del Tapaje como una sábana de recuerdo y olvidos. Porque desde ese momento aún no han parado; y cada día frente al borde del río, se ven bajar sus cuerpos como leños desechos en podredumbre; unos tras otros, porque en medio de la paz, la muerte ronda vorazmente. Lo trágico es que el barco no viene todos los días, ¡esperar y esperar!, han sido tantas reiteraciones del suplicio: esperar que exista internet, esperar algún día que exista agua potable, esperar por la docente que nunca llegará porque su contrato aún no se firma, esperar el puesto de salud con los enfermos apilados en la casita casi destruida con el letrero de identificación mostrando su frase de “El progreso llegará”, así como también han esperado al acalde de turno que no vive allí y despacha desde la capital, en este caso Cali-Valle, porque le queda más cerquita para la gestión, (aunque nunca llega nada al municipio, pero es mejor vivir allí, en la capital, como lo han hecho todas las anteriores administraciones en su tradicional representación de mayorías).
Pero acá esperamos todos y olvidamos por entero, aunque sabemos que en la casa de los Oviedo se hace el mejor pescado frito, los camarones en el restaurante de Rita, con esa fórmula sencilla de apando que solo ella sabe hacer. El progreso aún no ha traído los grandes emblemas de la mercadotecnia, así que si se logra llegar al municipio –a la cabecera– debes tener un conocido para que te lleve, porque no existe una dirección para llegar; todo se describe por el nombre de la persona, como la zapatería de Eduardo, la peluquería de Quiceno: el lugar, el nombre de la familia o el apodo con el que se describe algún sitio especifico es la fórmula para conseguir los mercados y víveres, no hay propaganda o pieza comunicativa para anunciar los productos, o la dirección para ubicarte geo-espacialmente, pero si puedes escuchar al voceador que grita el fin de semana desde el almacén de telas, que al mismo tiempo es granero y hasta despachador de cerveza. Los oficios eternos que la ciudad dilapidó en recuerdos de abuelos sin futuro, acá, en El Charco, están vivos: el sobandero, el tendero, la partera, el medico tradicional, el bultero… Todos ellos traslapan el pasado activos y muy necesarios en la actualidad.
En otros municipios de Colombia que hacen parte de algo más de la mitad del país rural, existen otros cientos de ríos con situaciones muy parecidas: días de trayecto en lancha para poder llegar a los poblados, días específicos en los que la lancha sale y hace su recorrido, historias pasadas por la soledad y el desamparo de las autoridades de gobierno cuyas migajas apenas les llegan a sus destinatarios. Hay una ausencia de electricidad en más de 1700 centros poblados, del cual no se tiene datos precisos porque las estadísticas dicen que el país está hiperconectado. Quizá como El Charco, sus respectivas cabeceras municipales cuentan con electricidad una buena parte de los días, cuando no llueve y el verano inunda sus torvas calles, pero casi la mitad de sus veredas carecen de tal servicio público y, donde este existe, apenas se lo puede ver por horas o por días en la semana. Nunca es permanente.
Penumbra constante, porque sin electricidad la internet tampoco existe, ni las llamadas por celular, los mensajes de texto, las reiteraciones de auxilio enviadas por WhatsApp, las queja, los reclamo, los S.O.S, ni las llamadas de auxilio para reportar la segunda masacre. El mensaje para reportar otro desaparecido puede tardar algunos días, y, como detenidos en el tiempo, habrá que apelar a la espera inquietante del médico tradicional para curar el mal de ojo, el pujo, la tembladera y no morir en espera de un viaje que nunca llegará.
Una vez por semana llega también –desde la ciudad de Cali– una avioneta con cupo máximo de 10 pasajeros y aterriza en una delgada autopista de unos 300 metros de larga; ese mismo día sale de regreso a la ciudad. Ubicados al borde del río, los pasajeros que han descendido del transporte aéreo pagan un pasaje en lancha que los lleva al casco urbano de El Charho. La inmaculada cantidad de agua hace pensar en la tropical y húmeda vegetación; el sabor salubre del agua presiona la pregunta por el agua dulce: ¿de dónde la toman? ¿Cómo la adquieren? La cámara fotográfica brilla bajo el radiante sol, una de las señoras que se sostiene con fuerza de los barandales de la lancha para no caerse, amablemente toca mi mano e infiere que es mejor que la guarde nuevamente en el bolso.
Río arriba, los demás poblados duermen. Sus pescadores saben que, en época de verano, la imagen de algunos tramos de su cauce desaparece y esto hace que se vuelvan más cultivadores en épocas de sequía, porque no se puede navegar, no se puede salir por el río bajo la marea que casi ha desaparecido y solo parece una calle sin pavimento. Río abajo, el pasado espera en su movimiento casi estático, soportando en su cultura y quehacer para no desaparecer. El último muerto de la última masacre –ayer antes de salir de allí–, me recuerda lo que tiene la autopista en el río. Hoy, la noche es tranquila. Otra familia llegará al poblado, -ojalá tengan la suerte para salir a su destino- y pueda vivir de ese saber que han aprendido de su cultura, de sus sabedores, de sus abuelas, mujeres fulgentes con la valía para seguir extrayendo ese aceite de coco con el cual logran hacer protectores solares, aditamentos medicinales y hasta combustible fósil.
Vaya uno a saber lo que traerá el río. Yo me voy con el silencio y el recuerdo de un susurro en la corriente de otra historia que me aguarda. Como en muchas partes del país, aunque se habla de memoria, sigue predominando el olvido.
Trenzar Memorias, No. 1, Marzo, 2021.