En octubre de 2021, comunidades cercanas a El Estor, Izabal, fueron parte de uno de los episodios de violencia y criminalización por parte del Estado de Guatemala y del gobierno de turno de Alejandro Giammattei. Luego de varios días de protesta y resistencia ante la actividad de una empresa minera que había sido suspendida, el gobierno decidió decretar estado de sitio por 30 días. Más de 500 agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) y del Ejército llevaron a cabo detenciones, retenes, allanamientos y patrullajes durante el día y la noche en este territorio.
La mina Fénix, una de las minas más grande de extracción de níquel en América Latina, fue suspendida en 2019 por la Corte de Constitucionalidad (CC) debido a que no se realizó la consulta a pobladores y comunidades del área. La Gremial de Pescadores Artesanales y la Defensoría Q’eqchi’, dos de las organizaciones que han denunciado la contaminación del lago más grande del país, han promovido acciones de resistencia dada la continuidad de las actividades del proyecto minero.
En este territorio se han dado varios despojos territoriales y es parte del modelo extractivo caracterizado por la violencia de Estado a través de la criminalización, persecución y discriminación hacia el pueblo Q’qechi’, pueblo maya predominante en el área. En 1996, se ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)[i] como parte de los compromisos de Estado en el proceso de paz en Guatemala. Es así que el Estado debe consultar a los pueblos ante cualquier proyecto extractivo que se quiera implementar en los territorios.
En 2017, luego que pobladores y la Gremial de Pescadores Artesanales detectarán una mancha roja en el Lago de Izabal, antepusieron varios recursos legales para frenar la mina que llevó a la suspensión temporal y a establecer un proceso de consulta para determinar si se continua con las operaciones de extracción. Desde hace varios años comunidades y defensores del territorio han denunciado la contaminación ocasionada por las operaciones de la mina Fénix, esto devino en una fuerte conflictividad que ha tenido como resultado personas fallecidas, líderes y lideresas criminalizadas, desalojos de comunidades y criminalización por parte del Estado y la empresa minera.
El siguiente artículo presenta algunas reflexiones sobre la violencia de Estado en Guatemala, específicamente en el caso de El Estor ante la resistencia de una mina a gran escala que afecta no solo a las comunidades cercanas del área sino también genera contaminación y deja daños irreversibles al medio ambiente. Esta dinámica es parte de un proceso de despojo y extracción de bienes comunes en todo el territorio nacional, caracterizado por la minería, la implementación de hidroeléctricas y monocultivos como la palma africana.
La resistencia del pueblo Q’eqchi’ representa la lucha por años en defender su territorio y denunciar todo aquello que afecta sus formas de vida, lo cual ha sido negado por parte del Estado al no realizar la consulta previa y no otorgar las garantías a las personas y territorios afectados. Esto evidencia el accionar de un Estado que ha invisibilizado las luchas de los pueblos, el uso de la violencia para la implementación de proyectos extractivos y el continuo de un modelo caracterizado por el despojo y la explotación de territorios.
En las últimas décadas, Guatemala ha experimentado oleadas de violencia de Estado vinculadas a la conflictividad en el país, principalmente por disputas territoriales y por la implementación de proyectos extractivos, en su gran mayoría habitadas por pueblos indígenas. En 1996, con la firma de los Acuerdos de Paz, formalmente se puso fin a la violencia de Estado. La década de los noventa representó la profundización del modelo neoliberal, esto significó el continuo de la violencia en garantizar y reproducir un modelo caracterizado por la acumulación del sistema capitalista.
El extractivismo ha sido parte de esta estrategia de acumulación por despojo (Harvey, 2004) y la violencia, un arma para garantizar dicha reproducción cimentada como una de las variables configuradoras de la política neoliberal en América Latina (Svampa y Pandofili, 2004). Por tanto, el extractivismo como menciona Machado Aráoz (2015) no solo es parte de un fenómeno emergente de la coyuntura ecológico-política del siglo XXI, sino más bien remite a los orígenes del sistema-mundo.
En efecto, el extractivismo define, stricto sensu, a una formación socioeconómica basada en la explotación intensiva de la naturaleza, centrada en la exportación de materias primas como “motor del crecimiento”, en el que, a su vez, los sectores primario-exportadores se hallan bajo el control (comercial, tecnológico y financiero) de actores concentrados de la economía global, y donde, consecuentemente, el nivel interno de actividad económica (consumo, ahorro, inversión, empleo) resulta estructuralmente dependiente del mercado mundial. En estas formaciones, la explotación extensiva e intensiva de la naturaleza se erige como principal patrón organizador de sus estructuras económicas, socioterritoriales y de poder (Machado Aráoz, 2015, p.21).
En este sentido, la violencia de Estado como refiere Dávalos (2011) “no se ejerce sobre un vacío, sobre un espacio libre de resistencias u oposiciones, todo lo contrario: la sociedad resiente esa violencia del Estado y la resiste, le contrapone otros tipos de contraviolencia” (p. 129). Las nuevas configuraciones en torno a la violencia del Estado, van generando calificativos como el de “terroristas” y se lo asignan a todo aquel que cuestione y se oponga a la violencia del Estado: “todo aquel en contra de la minera a gran escala, contra las represas, hidroeléctricas, el monocultivo, los transgénicos, los servicios ambientales, y demás formas de la acumulación por desposesión; todo ello involucra el enfrentamiento directo con el Estado” (Dávalos, 2011, p. 134).
Es en este marco que la represión, en el uso de la fuerza al decretar estado de sitio o la criminalización hacia comunidades y líderes y lideresas, se vuelve relevante ante un contexto de proyectos extractivos como la minería. La represión se manifiesta, por un lado, en el uso de la fuerza física o del aparato estatal y militar y, por el otro lado, la criminalización es la construcción ideológica de un criminal y la consecución de objeto de persecución legal (Betancourt, 2016).
De acuerdo a Mazariegos (2016) la criminalización se lleva a cabo en dos niveles. En un primer nivel la estigmatización se logra mediante la exposición de las personas como posibles delincuentes, deslegitimando la labor de defensa a través de los medios de comunicación y redes sociales, promoviendo así, una sanción social. El otro nivel es la judicialización, que consiste en encajarlo con algún delito, que puede ser político (de los que atentan contra el orden institucional o el orden público) como el terrorismo, las reuniones y manifestaciones ilícitas o con un delito común como el plagio o secuestro, generalmente previstos en el Código Penal o en la Ley contra el Crimen Organizado (Mazariegos, 2016; Villatoro, 2016).
Korol y Longo (2009) refieren que la defensa de los derechos sociales pasa a convertirse en delitos y los sujetos sociales que las promueven como delincuentes. Esta imagen negativa, como fuente de la estigmatización, se observa en la manera en que los medios de comunicación informan sobre las protestas sociales, “ocultando las motivaciones de las mismas, la legitimidad de las demandas y enfatizando en las formas más o menos violentas de expresión del descontento social” (p. 63).
En el estudio “Minería, violencia y criminalización en América Latina. Dinámicas y tendencias” reflexionan sobre los procesos de criminalización en la región. El estudio refiere que se da una alianza entre empresas y Estado, sin embargo, el papel protagónico lo desempeña el Estado, “sea por intermedio de sus fuerzas militares, mediante las fiscalías u órganos judiciales, o con sus entes de control, combinando un uso abusivo del derecho y de la fuerza, para perseguir a quienes se movilizan en contra de los proyectos mineros”. (Betancourt, 2016, p.9)
Múltiples expresiones de defensa y resistencia se pueden rastrear a lo largo del país. El extractivismo en sus diferentes modalidades, ha entrado en antagonismo y por tanto contradicción con las distintas visiones de los pueblos que habitan los territorios. El Estor se ha vuelto un ejemplo de resistencia frente a una minera que no tomó en cuenta la opinión de los pueblos y comunidades cercanas a la mina, por tanto, evadió los procesos legales como la consulta comunitaria que por ley se debe de realizar.
El otorgamiento de licencias y operaciones de este proyecto data de 1977, cuando la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN) construyó la planta de níquel en el Estor. Sin embargo, luego de la baja de precios del níquel y el alto precio del combustible, la exploración del proyecto se vio paralizada cuatro años más tarde en 1981 (Arce, A., Ochoa, J., y Sebastián, S. 2011).
La reactivación de los últimos años llevó a otorgar la licencia de exploración y explotación de metales como el hierro, níquel, cobalto, cromo y magnesio en un área de 248 km2, según registros del Ministerio de Energía y Minas (MEM). La Compañía Guatemalteca de Níquel, empresa que en la actualidad está a cargo del proyecto Fénix, tuvo en su momento capital canadiense y desde el 2014 pasó a manos rusas con fondos suizos (Coronado, 2021a). La autorización de licencias se da durante el gobierno de Óscar Berger, privilegiando proyectos extractivos de grandes magnitudes, sin tomar en cuenta los daños al medio ambiente y sin realizar la consulta comunitaria.
Comunidades de El Estor detectaron en 2017 una mancha roja sobre el Lago Izabal que motivó la denuncia del proyecto y responsabilizar de la contaminación a la empresa minera. La Gremial de Pescadores y la Defensoría Q’eqchi’ antepusieron denuncias en la justicia guatemalteca y en 2019 la CC suspendió las operaciones del proyecto minero.
En un comunicado la CC se refirió a la sentencia en contra del MEM por el otorgamiento de la licencia minera al violar derechos de los pueblos indígenas y no consultar sobre la formulación, aplicación y evaluación de planes y programas de desarrollo económico, social y cultural que los puede llegar a afectar directamente. Así mismo, se refirió al otortamiento de la licencia sin el proceso que expresa el Convenio 169 así como la realización de un estudio de impacto ambiental parcial que no cubre la totalidad del área otorgada para la exploración y explotación.
En este sentido, desde el 2014 se ha establecido un conflicto dada la implementación de un proyecto que ha evidenciado graves daños sociales y ambientales, en donde las comunidades se han organizado para denunciar y exigir sus derechos en defensa del territorio, pero se ha privilegiado el interés económico de la empresa minera. Desde la sentencia de la CC las actividades de la empresa minera no podían ser reanudadas hasta que el gobierno realice la consulta comunitaria según lo establece el Convenio 169 de la OIT (Coronado, 2021b); sin embargo, según comunitarios de la zona esto no ha sucedido y las operaciones de la mina continuaron durante estos años.
Las consultas comunitarias en Guatemala reflejan una práctica importante para los pueblos que busca encauzar un diálogo, intercambio y decisión sobre lo que les puede afectar o no sobre sus territorios. Las consultas han sido un ejercicio asambleario, comunitario e incluso ancestral en donde los pueblos han determinado en conjunto y en colectivo aquello que dañe sus prácticas o el ambiente que les rodea.
En la década de los noventa y dado el auge de las privatizaciones y la profundización del modelo neoliberal, Guatemala fue parte de un proceso de ajustes y reformas que favorecieron la inversión extranjera y la apertura de la economía caracterizada entre otras acciones por la implementación de proyectos extractivos. Es así que se dieron varias reformas, entre ellas la Ley de Minería, que permitió la autorización de licencias de exploración y explotación en varias regiones del país.
Las licencias autorizadas han creado conflictividad dada la falta de consulta previa y la imposición por el uso de la violencia de proyectos extractivos. Es así que se pueden identificar varios procesos de lucha y resistencia en contra de la Mina Marlín que por años afectó a varias comunidades de San Marcos, el proyecto El Escobal de la Mina San Rafael, una de las minas de plata más grande de la región que afectó a comunidades xinkas en el oriente del país y la resistencia de La Puya en San José del Golfo que, por años resistieron a la represión del Estado por la defensa de su territorio.
Desde la primera consulta comunitaria realizada en 2005 en Comitancillo, San Marcos, se ha llevado a cabo todo un movimiento en defensa del territorio que ha llevado a frenar proyectos extractivos en diferentes partes del país. En su mayoría estos procesos de consulta se han realizado en el occidente del país en departamentos como Huehuetenango, San Marcos y Quetzaltenango. Si bien estos procesos son impulsados en la mayoría de los casos por las comunidades, se ha tomado como referencia el Convenio 169 de la OIT, la Ley de Consejos de Desarrollo Urbano y Rural (2002) y el Código Municipal (2002).
Las consultas comunitarias representan un espacio de reflexión, diálogo y decisión sobre lo que puede afectar los territorios. Es en este marco que la CC ha determinado la realización de la consulta; sin embargo, esta se planificó y llevó a cabo en noviembre de 2021 excluyendo a gran parte de la población, incluyendo a la Gremial de Pescadores. La estrategia de la consulta guiada desde las instituciones del Estado ha estado permeada por varias dudas, inconsistencias y formas que benefician a la empresa minera. El no tomar en cuenta a todas las personas, el solo invitar a personas afines al proyecto y el establecer las modalidades sin el consentimiento de las comunidades limita una buena práctica según lo establece el Convenio 169 de la OIT.
Los estados de sitio forman parte de una de las modalidades de estados de excepción que se encuentran regulados en la Constitución Política de la República y la Ley de Orden Público de 1965. Ha sido una herramienta utilizada por los gobiernos con la justificación de volver a la gobernabilidad en los territorios, principalmente, por los conflictos que se dan entre el Estado, empresas y comunidades en defensa del territorio.
Durante los gobiernos de Álvaro Colom (2008-2012) y de Otto Pérez Molina (2012-2015) se intensificaron estos operativos en los territorios con una clara intencionalidad de control social y militarización de los territorios. Estas dinámicas se concentraron en aquellos territorios derivados de la conflictividad socioambiental por la implementación de proyectos extractivos que dio paso a la criminalización, detenciones ilegales, allanamientos, heridos e incluso personas fallecidas.
Las luchas y resistencias se han enfrentado a la violencia de Estado que busca imponer sus lógicas que ha llevado destrucción, división y contaminación en los territorios. En el caso del Estor, luego de semanas en resistencia por la continuidad de las operaciones de la mina, el Estado decidió decretar estado de sitio por 30 días por el bloqueo de carreteras de comunitarios que exigían la consulta previa y el cese del proyecto minero según la resolución de la CC.
El estado de sitio dio paso a enfrentamientos entre comunitarios y agentes de la policía y del ejército que respondieron con violencia, gas lacrimógeno, detenciones, allanamientos y persecución a personas vinculados con la defensa del territorio. Las experiencias de los estados de sitio han evidenciado que no logran solucionar los problemas de conflictividad social en el país, por el contrario, dado su carácter y razonamiento del enemigo, busca legalizar la represión y la violencia sin ninguna garantía ni enfoque de derechos humanos.
La Ley de Orden Público, en la cual se basan los estados de excepción, no responde a principios democráticos, en su lugar, busca garantizar acciones represivas y resolver por el uso de la fuerza cualquier inconformidad y conflictividad en los territorios. Esta ley no ha tenido cambios desde su creación en 1965, responde a un razonamiento del enemigo interno basado en la influencia de la Doctrina de Seguridad Nacional, el anticomunismo y utilizada en el marco del inicio de la guerra en Guatemala.
El caso de El Estor ha representado, por un lado, la conflictividad en torno a proyectos extractivos, por otro lado, refleja la violencia de Estado que ha conllevado a usar la represión y criminalización a líderes y líderesas en defensa del territorio. Las estrategias del Estado no han buscado solucionar la conflictividad ni promover un diálogo con las comunidades afectadas, por el contrario, busca crear zozobra, criminalización y garantizar proyectos que afectan el medio ambiente.
La violencia y represión ha sido parte de la historia reciente del país, en donde comunidades se ven afectadas por los proyectos extractivos que han creado conflictividad, división, criminalización y judicialización. Existen múltiples casos abiertos a líderes y lideresas indígenas que han sido perseguidos y criminalizados. El estado de sitio marcó el actuar de un Estado que dado el uso de la violencia buscó contrarrestar la lucha y resistencia de comunidades en contra de las operaciones de la mina. El repliegue de oficiales de la PNC y del ejército refleja como un Estado actúa frente a comunidades indígenas y busca minimizar y excluir la voz de los pueblos que buscan defender sus territorios y los bienes naturales.
La no realización de la consulta previa a la construcción de la mina, es un reflejo de las formas en cómo se otorgan licencias en el país. En principio por no tomar en cuenta un convenio internacional que debe tener preeminencia sobre el derecho interno, pero a su vez expresa la garantía de un Estado en favorecer los intereses económicos sobre los derechos de comunidades que demandan un debido proceso y la defensa de su territorio.
Estas acciones manifiestan un claro interés por favorecer a las empresas extractivas. La represión y criminalización se ha vuelto una herramienta para detener las luchas en los territorios y la violencia ha sido parte de la reproducción de este modelo que busca, por el uso de la fuerza, garantizar los intereses económicos de proyectos nacionales y extranjeros. La resistencia sigue estando presente en los territorios, si bien la violencia y presencia del Estado ha golpeado y criminalizado varios comunitarios, la defensa del territorio se ha vuelto un punto en común que busca proteger el medio ambiente y poner en el centro sus prácticas ancestrales frente a modelos de desarrollo que destruyen su entorno.
[i] El 29 de diciembre de 1996 se firmaron los Acuerdos de Paz Firme y Duradera que terminaron formalmente con 36 años de guerra en el país. En ese año, el Congreso de la República aprobó y ratificó la aprobación del Convenio 169 de la OIT, siendo uno de los compromisos de Estado al reconocer prácticas y derechos para los pueblos indígenas. Dentro del amplio reconocimiento de prácticas y derechos fundamentales, la consulta previa establecida en el Convenio 169, recobra una impronta significativa en un país donde el 41% de la población es indígena, lo que representa alrededor de seis millones de habitantes (INE, 2018).
Trenzar Memorias, No. 3, Noviembre, 2022